Son las seis de la mañana. A mi alrededor sólo veo niebla. Esta vez no es el vaho que invade el baño después de ducharme para ir otra vez al trabajo. No, esta vez estoy a unos 2.500 metros de altura, en un lugar que he visto cientos de veces antes, pero sólo en foto. Ahora no veo nada, como decía, sólo niebla, y gente esperando a que se despeje para comparar la realidad con lo imaginado hasta entonces.
La cola avanza despacio y, cuando por fin conseguimos atravesar la puerta de entrada, nos dirigimos rápidamente al objetivo: hay que estar arriba cuando las nubes bajen.
Empezamos el ascenso y, progresivamente, como quien descubre con mimo una parte del cuerpo que se sabe deseada, la niebla va dejándonos ver las mismas montañas que, hace unos años, contemplaban al despertarse los habitantes de La ciudad perdida. Ése era su vaho rutinario –me digo-, el de cada día antes de ir a trabajar… El mismo vaho que dota al entorno de una solemnidad enigmática y tranquilizadora.
Estamos en Huayna Picchu, y ante nuestros ojos: Machu Picchu. El madrugón ha merecido la pena. Extrañamente, desde las alturas, la multitudinaria presencia de turistas no logra afectar a la intimidad del momento. El entorno es más grande que todos ellos. Mucho más que yo. Y, aún así, consigue meterse dentro del cuerpo, ensanchándolo.
Intento retener esa sensación con el típico truco de “mirar, inspirar, retener el aire, expirar y repetir”. Mientras estoy entregada a ese ejercicio, un autóctono –que inverosímilmente está participando en la grabación del film más caro de la historia de Bollywood hasta entonces- se dirige a mí al ver que me olvido algo: “¡Tomen energía!”, grita. Es una autoridad en la materia, al fin y al cabo, éste también es su vaho matinal de cada día.
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