Esta historia comienza una noche en San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, México, hace ya 4 años, y debería haber acabado en Campeche sin ningún incidente. Pero como toda historia que merece ser contada, lo que se prometía como una larga jornada de autobús (13 horas de viaje entre las 2 localidades) acabó siendo una de esas historias llenas de incidentes que cuentas en reuniones con amigos y desconocidos para mantener a todo el mundo en vilo y con la boca abierta. Los protagonistas somos 2: Ramón, al que ya conocéis, y yo, Miguel, que me presento con esta entrada.
El viaje empezó con mal pie: Ramón y yo teníamos plazas de autobús separadas. A Ramón le tocó junto a un amable mexicano al que intentó explicar la situación: que eramos 2 hermanos viajando y que teníamos asientos separados, y que si sería tan amable de sentarse donde estaba yo para viajar juntos. El hombre sonreía y asentía, pero nunca llegó a comprender nuestro mensaje, así que nos resignamos a viajar separados. Las primeras horas se sucedieron como se suele pasar el tiempo en un autobús: un poco incómodo, distrayéndote como puedes o dormitando, pues era un viaje nocturno.
En mitad de la noche cerrada, algo ocurre: el conductor ha dado un frenazo muy brusco hasta detenerse, hay unas luces muy potentes delante de nuestro vehículo y de las primeras filas comienzan a surgir murmuros y gritos ahogados. El chófer abre la puerta y vemos aparecer el cañón de un arma y a un hombre enmascarado. “¡Dame todo tu pinche dinero, güey!”, oímos gritar. ¡Nos están atracando!
Lo primero que pienso es que llevamos absolutamente todo el dinero para el viaje encima y que no podemos perderlo, así que decido esconder la cartera y dejar unos billetes en el bolsillo: soy un europeo en Chiapas, tengo que darles algo. A todo esto, los atracadores avanzan con una linterna fila a fila, asiento por asiento, exigiendo el dinero a absolutamente todos los viajeros, sin distinguir a extranjeros de locales. Uno a uno, alumbran a la víctima y esta tiene que entregarles lo que lleve encima. Todos nos convertimos en amantes de la oscuridad.
En una situación así, nuestros instintos salen a relucir. Mientras yo me preocupo de poder seguir viajando, el compañero de asiento de Ramón comienza a decir “nos están atracando… nos están atracando…”, y lo repite una y otra vez; la mujer que llevo sentada detrás comienza a rezar; y mi compañera de asiento, una joven mexicana, decide que parezco más resuelto que ella y me entrega su bolso: “toma, escóndelo”, me dice.
Con mi cartera escondida, el atracador avanzando y mi mano empapada en sudor aferrada a los billetes que voy a entregar, me doy cuenta de que tampoco se van a creer que lleve el dinero suelto en el bolsillo. No tengo mucho tiempo para pensar, y rápidamente decido meter la mayor parte del dinero en una cartera, que escondo en el asiento, y dejo una cantidad razonable para un europeo en otra cartera que llevo encima. El atracador sigue implacable: está nervioso y quiere ir deprisa. Una norteamericana le entrega unos cuantos billetes, él no se lo traga y le presiona hasta que le entrega más. Satisfecho por haberme anticipado a esta posibilidad y para darle más énfasis a mi plan, pienso en hacerme el nervioso (tampoco me será difícil), temblar al entregarle la cartera y rezar para que no se plantee que puedo tener más dinero. No está revisando el interior de las carteras, así que creo que mi plan es bueno.
Ramón está sentado 3 filas por delante de mí y el atracador se le acerca cada vez más. Está a 3 filas, a 2… el corazón se me acelera, la señora de detrás reza, el compañero de Ramón sigue en su bucle (“nos están atracando…”. Gracias, no nos habíamos dado cuenta) y el bolso de mi compañera de asiento está a mis pies, debajo del asiento delantero. A 1 fila de Ramón… Y entonces ocurre el milagro. Otro atracador sube corriendo al autobús y grita “¡Que viene un carro, güei!”, y nuestro atracador corre hacia la puerta del autobús y desaparece. El conductor acelera, esquiva lo que había en la calzada y enfila la carretera. Todos volvemos a respirar.
Inmediatamente me asomo al pasillo a buscar a Ramón, cuya cara encuentro buscándome y con expresión de “¡ufffff!”. Algunos rompen a llorar; otros, como mi compañera de asiento, siguen conmocionados y no reaccionan; por su parte, la señora de detrás de mi grita “¡Ha sido un milagro, recemos todos”, y yo presiento que los pasajeros que han sido atracados, más o menos la mitad, no se unen al rezo. Quién sabe.
El viaje sigue y el autobús para en un área de servicio. Ramón y yo nos acercamos al chófer a preguntarle si es habitual. Él se encoge de hombros y dice que sí, que casi todas las noches atracan el autobús. Alucinados, le preguntamos que por qué no viaja la policía con ellos, y él, sin darle la menor importancia, se vuelve a encoger de hombros. Además, nos avisa que nos preparemos para el camino porque puede que nos vuelvan a atracar: en la misma área de servicio hay un autobús con los cristales rotos que viene de la carretera por la que tenemos que pasar. Entonces comprendemos que al conductor (y a la compañía) le preocupan más sus lunas delanteras que el estado de sus viajeros. Continentes distintos, mentalidades diferentes.
Reanudamos la marcha y algunos intentamos dormir, pero es imposible: cada vez que hay un baden y el autobús frena todos pensamos en oscuridad y linternas que nos apuntan a la cara. El alba ayuda a mitigar esta sensación, pero sólo cuando ponemos el pie en Campeche nos sentimos verdaderamente a salvo.
A pesar de lo que cuento aquí, el viaje a México con mi hermano ha sido uno de los mejores de mi vida. Además, he hablado con otros viajeros a los que no atracaron en el mismo itinerario, así que si tenéis la oportunidad y estáis interesados en viajes a México, animaos y visitad Chiapas si queréis conocer una cultura hispana absolutamente diferente. ¡No todos los viajes a Chiapas van a ser iguales!